Para 1348, el viejo continente fue asolado por la mayor epidemia de peste de la historia. Muerte y destrucción fueron sembradas a lo largo de toda Europa.
En el siglo XIV un virus que no tenía aviso era desconocido y también fatal dejó sin vida a millones de personas y exterminó comunidades enteras. Existen testimonios estremecedores como el de Giovanni Boccaccio, escrito en torno a los años 1350-1353, en la ciudad de Florencia.
“…quedándose la mayoría de ellos en sus casas y vecindarios, ya fuera por esperanza o por pobreza, enfermaban a millares por día, y, no siendo ni servidos ni ayudados por nadie, como sin redención alguna, morían todos. Y hubo muchísimos que morían en la vía pública de día o de noche, y muchos otros que, si morían en sus casas, hacían sentir a sus vecinos que habían muerto con el hedor de sus cuerpos corrompidos antes que de otro modo; y entre estos y los otros que por todas partes morían, estaba todo lleno…”
Decameron. Giovanni Boccaccio
La peste negra se originó en Asia central.
En una zona próxima al lago Issyk Kul, en lo que ahora es Kirguistán, la peste tenía ya bastante tiempo atormentando a sus habitantes.
Gran cantidad de historiadores relatan que la piel de las marmotas (roedor originario de Asia), era un importante artículo que se comerciaba por todo el continente asiático llegando hasta Europa Occidental.
Al parecer las marmotas se convirtieron en el reservorio de una bacteria que causó gran mortandad en ellas, y los cazadores aprovechando la situación, recogieron pieles de los animales muertos o agonizantes y los distribuyeron por toda Asia.
Poco a poco las estepas asiáticas quedaban deshabitadas. La desconocida enfermedad había pasado al humano, dejando pueblos enteros pestilentes y llenos de cadáveres, los cuales tenían bubas negras reventadas y despedían un olor fétido y asqueroso.
Con un imperio mongol prácticamente imparable, el agente de la muerte se extendía a gran velocidad por China, la India y el medio oriente. Los mongoles llevaban la enfermedad a todas partes, y era lógico; con la ruta de la seda transportaban infinidad de productos de comercio, sin embargo, esta vez también llevaban la enfermedad, sembrando la semilla de la destrucción desde Beijing hasta Constantinopla.
La epidemia mortífera llega a Europa.
Corría el año 1346, la horda del imperio mongol dirigida por Jani Beg se encontraba a las puertas de Caffa, puerto en el cual terminaban las rutas comerciales en el mar negro. Caffa era próspero y se encontraba controlado principalmente por comerciantes italianos, lo que creaba una conexión entre oriente y occidente, siendo así muy apetecible para la «horda de oro», como se les conocía a los mongoles en ese entonces.
El asedio mongol no se hizo esperar, sin embargo, la heroica defensa de los genoveses y las murallas de la ciudad impidieron el avance. Fue en ese momento cuando el líder mongol decidió sitiar la ciudad sin saber que dentro de sus tropas se encontraba un enemigo letal.
Con el paso de los días el ejército mongol empezó a ser mermado y a sufrir numerosas bajas a causa de la epidemia de peste bubónica que estaba presente en sus filas. Arrojando los pestilentes cadáveres de sus muertos mediante catapultas al interior de los muros de Caffa, Jani Beg le dio forma a la primera arma bacteriológica de la historia.
El terror invadió a los habitantes y mercaderes del puerto comercial, por lo que huyeron despavoridos llevando consigo el virus a diferentes puntos de Italia, en su mayoría desembarcando en Constantinopla, Sicilia y Messina. Ahora el mar que siempre les había traído vida y prosperidad, venia cargado con muerte y un futuro incierto.
De la rata al humano.
La devastadora enfermedad provenía de la bacteria yersinia pestis, que afectaba a las ratas negras y a otros roedores. Se transmitía a través de los parásitos que vivían en las ratas, en especial las pulgas (chenopsylla cheopis), las cuales infectaban al ser humano con sus picaduras.
El continente con más densidad de población del mundo era Europa y se convirtió en el lugar ideal para la propagación de la plaga a gran velocidad. Con una higiene deplorable, sin un sistema de drenaje y con una convivencia habitual entre el ser humano y la rata negra, el virus se extendió como una mancha de aceite en el continente.
También conocida como “rata de barco”, la rata negra originaria del Asía tropical, ya había colonizado Europa para el siglo VIII.
Con un peso de entre 150 y 250 gramos y una longitud corporal de entre 15 y 20 centímetros, el pequeño mamífero gustaba de habitar los asentamientos humanos. Estaba presente en graneros molinos y casas, además de circular libremente por los caminos y barcos, siendo su rápida reproducción una amenaza, pues las hembras tienen la capacidad de dar a luz 7 u 8 crías, entre 3 y 5 veces por año. Con un periodo de gestación que dura aproximadamente 21 días.
Una rata en su etapa adulta podía llevar hasta 8 pulgas, si a eso se le suman los otros mamíferos y las pieles sin curtir que se utilizaban en la época nos podemos dar cuenta de la facilidad con la que la pulga pudo llegar al hombre (en su mayoría molineros, panaderos y carniceros).
El fervor religioso y el fanatismo surgieron. La persecución hacia los judíos.
Las grandes ciudades comerciales eran los principales focos de recepción. Desde ellas, la plaga se propagaba a los burgos y las villas cercanas, que, a su vez, irradiaban la muerte hacia los poblados más humildes y pequeños, por lo que la peste se convirtió en una enfermedad que afectaba tanto a los mendigos como a los reyes.
Para 1347 era muy normal que más de 500 personas murieran en un solo día. ¿Era una señal del apocalipsis? Así lo interpretaron muchos, en especial la mayoría de médicos de la época, que en ese entonces solo les bastaba con estudiar teología para poder ejercer. De esta forma fue como le atribuían la causa de la enfermedad a la alineación de Júpiter, Saturno y Marte, los cuales según ellos emanaban vapores malignos a los que se les enfrentaba con la fragancia de flores aromáticas que se distribuían en las calles.
Los castigos y auto condenas eran cada vez más habituales, incluso surgieron grupos de flagelantes; tipos que marchaban de ciudad en ciudad repitiendo la pasión de Cristo y regalando su sangre supuestamente milagrosa a las mujeres de cada pueblo. Llegaron a tener tanta fama y fuerza con su movimiento que se tiraron a los excesos, orgías y robos.
Entre la cantidad de nuevos rumores y los remedios espirituales que fracasaban constantemente, se reforzaba la idea de que la plaga era un castigo de dios y había que encontrar un chivo expiatorio para calmar la cólera divina.
En una época donde los judíos europeos eran obligados a vivir en hacinados barrios llenos de gente, se les acusó de propagar deliberadamente la enfermedad como modo de acabar con el cristianismo y sus fieles en su totalidad.
«Surgió la sospecha de que los judíos habían envenenado los arroyos y pozos, e incluso el aire, para aniquilar de un solo golpe a los cristianos de todos los países».
Escribe el historiador Heinrich Graetz.
Poco a poco las comunidades judías comenzaron a ser perseguidas y atacadas indiscriminadamente en España, Italia, Francia, Países Bajos y Alemania. Más de la mitad fueron asaltadas por multitudes de exaltados cristianos que estaban dispuestos a acabar con el mal y culpaban a los judíos de propagar la plaga.
La masacre de San Valentín.
En Estrasburgo, la situación de los judíos se había vuelto insostenible a pesar de los intentos del gobierno que trataba de protegerlos después de escuchar todos los relatos que se contaban sobre las personas masacradas en ciudades vecinas.
La tensión que se vivía en las calles terminó por estallar un viernes 13 de febrero cuando un grupo de hombres enardecidos sacó a todos los judíos de sus casas con violencia y los encarcelaron bajo la acusación de asesinato.
El testimonio de un curtidor de la época relata lo siguiente:
«Desde el amanecer, un barullo indescriptible llenó las calles de Estrasburgo: era el sonido de la marcha, avanzando al ritmo de canciones salvajes, acompañado por los gritos de las mujeres desatadas. Cuando rompieron las barreras que cerraban la entrada del barrio judío, la multitud se precipitó en el gueto. Hombres y mujeres, niños y ancianos fueron masacrados sin piedad. En las casas quemadas, familias enteras desaparecieron sin dejar rastro.»
Anónimo.
Al amanecer del 14 de febrero de 1349, los judíos sobrevivientes que habían sido encarcelados veían desde su encierro cómo se estaban levantando las piras donde, presumiblemente, iban a ser quemados. Fueron reunidos todos y arrastrados al cementerio judío. Allí había una gran hoguera en la que fueron quemados. La multitud se mostró atraída por los pequeños niños judíos, a los que se les bautizaba antes de ser arrojados a la hoguera.
Aquel supuesto acto de fe llevó horas, y, cuando terminó, la turba exaltada se lanzó sobre las cenizas aún humeantes para llevarse todo lo que hubiera quedado de valor tras la quema.
Se comienza a perder la fe; la bacteria evoluciona y aumenta su mortandad.
El agente infeccioso de la enfermedad (bacilo Yersinia Pestis), había comenzado a transmitirse por medio de la picadura de pulgas infectadas. Pero al poco tiempo mutó y encontró nuevas formas de reproducirse. Ya no eran necesarias las pulgas para que la enfermedad se propagara, si no que se podía desplazar por el aire contagiándose de humano a humano.
La llamada peste neumónica, afectaba el aparato respiratorio y provocaba una tos expectorante que podía dar lugar al contagio a través del aire. No dejaba supervivientes, pues había alcanzado casi el cien por ciento de mortalidad.
La fe del hombre cada vez se ponía más a prueba. La efectividad de la enfermedad ocasionó que el instinto de supervivencia aumentara e incluso que los lazos familiares se rompieran. Se veía como los padres abandonaban a sus hijos y como los matrimonios se disolvían al ver parejas infectadas. Los médicos abandonaban a sus pacientes y los sacerdotes evitaban darles los sacramentos a los difuntos, algo que como bien es sabido era muy importante en esa época.
La iglesia ya no consolaba a sus fieles, los rezos y las plegarias no eran suficientes, los muertos se apilaban y se enterraban como capas que forman un pastel (existieron personas que cobraban precios descomunales para hacer esta labor). Era como si la cólera divina no tuviera descanso alguno y utilizara la peste para devorar al ser humano.
Fue entonces cuando el papa Clemente IV que en ese tiempo vivía en Francia, bendijo el Ródano y ordenó tirar los cuerpos al rio, además de prohibir las blasfemias, apuestas y prostitutas, para de esta forma tratar de apaciguar la furia divina. Luego se aisló de la sociedad para encerrarse en una habitación rodeada de fuego e impedir enfermarse.
Una forma de combatir la enfermedad; el aceite de ratero.
Después de convertir el rio Ródano en un cementerio flotante, las medidas del hombre más poderoso de Europa no tuvieron ningún efecto, la gente se empezó a volver indiferente ante los muertos, que en su mayoría eran pobres, ya que la clase alta contaba con los recursos para huir de ciudad en ciudad al escuchar noticias de los lugares vecinos que causaban pánico.
La dolorosa enfermedad seguía siendo un misterio para los médicos de la época. Sin embargo, existieron cuatro ladrones capaces de sobrevivir en tiempos donde era algo muy normal que más de 500 personas perecieran en un solo día.
El secreto de los malhechores consistía en un preparado especial de hierbas aromáticas con otros ingredientes que les permitía protegerse de la enfermedad cuando lo frotaban en sus sienes, oídos, manos, e incluso lo olían. De tal manera, estos tipos podían sustraer las pertenencias de los cuerpos moribundos o en estado de descomposición sin contraer ningún tipo de enfermedad.
Al ser capturados explicaron que eran perfumistas y se dedicaban al comercio de especias, de ahí la elaboración del aceite secreto.
Si bien se desconoce el nivel de efectividad que pudo tener el aceite de ratero contra la peste negra, estudios actuales han demostrado que tiene cierta efectividad contra bacterias aerotransportadas, sirviendo como protección contra agentes biológicos infecciosos como virus, bacterias y gérmenes.
Su principal formula consiste en una base de aceite de oliva, con aceite de canela, aceite de clavo, aceite de limón y aceite de romero.
El final de la muerte negra.
Como muchas veces suele suceder, el tiempo es el mejor aliado ante cualquier desgracia o dificultad. Tras las grandes hambrunas de 1358 y 1359 y los rebrotes ocasionales, poco a poco la cantidad de muertes fueron disminuyendo con el paso del tiempo. El papa ordenó la persecución y decapitación de los flagelantes que tanto daño hicieron con su fanatismo, muchos de los nobles y ricos sobrevivieron gracias al método de desplazamiento continuo. Sin embargo, al no haber suficientes trabajadores para satisfacer las necesidades, los salarios y los precios se dispararon.
La vida cotidiana de la mayoría de la gente fue mejorando conforme pasaban los años. También progresó el bienestar general y la prosperidad en el campo, ya que al existir menos población comenzó a haber una mayor oferta de tierras y recursos.
Después y durante la peste existieron dos tipos de personas: los que tomaron conductas trastornadas, orgías y excesos, como Boccaccio escribió:
“…beber mucho, disfrutar la vida al máximo, cantar y divertirse, y satisfacer todos los antojos cuando surgiera la oportunidad, y descartar todo como si fuera una gran broma…«
Y los que cambiaron el arte, la ciencia, la medicina y la religión, llevando a la humanidad hacia el renacimiento.
Muchos expertos afirman que la desgracia provocada por la pandemia aceleró el arranque de la modernización de Europa. Se dice que cada ser humano que sobrevivió vio al menos un ser querido morir, sin embargo, esa luz que durante seis años se apagó, se encendería con más fuerza y brillo.
“Considera lo que hemos sido y lo que ahora somos… ¡Dónde estáis amigos queridos! ¡Dónde los rostros amados! Éramos una multitud, ahora estamos casi solos…”